Tal día como hoy hace 27 años se ponía punto final al genocidio de Ruanda tras 100 días de terror. El recuerdo de uno de los capítulos más negros en la historia de los derechos humanos sigue ahondado en su sociedad. El conflicto social estalló el 6 de julio de 1994 con el derribo del avión donde viajaban el presidente burundés, Cyprien Ntaryamira, y el presidente ruandés, Juvénal Habyarimana, ambos de la etnia hutu, y terminó con el exterminio de al menos 800.000 personas, a cinco muertes por minuto.
A pesar del crecimiento del PIB de Ruanda –un 9,5% en 2019–, el atractivo perfil para la inversión extranjera y la escalada al podio como uno de los países menos corruptos del continente, el país no olvida la crudeza del pasado. Una masacre fundamentada en la segregación étnica y social entre la mayoría hutu, que conformaba el gobierno hegemónico de Ruanda en el momento, y la minoría tutsi. Ahora, más de un cuarto de siglo después, el actual presidente del país, Paul Kagame, no tiembla ante el pasado. A pesar de la evolución del país, todavía existe una pobreza estructural y la libertad de prensa está coartada.
El racismo que caló en la sociedad ruandesa y acabó en genocidio
No se puede hablar del genocidio y de su repercusión 27 años después sin antes entender la arquitectura demográfica de Ruanda. Tres etnias, los hutus, los tutsis y los twas, conformaban en 1994 una banyuruanda –o comunidad en ruandés– de siete millones de personas. Los pigmeos de la etnia twa se cree que fueron los primeros en llegar al país y ahora tan sólo suman el 1% de su población. Años más tarde, los hutu, que eran mayoría (85%), se establecieron también en Ruanda, dedicándose exclusivamente al campo, mientras que la minoría tutsi (un 14% de la población) estuvo compuesta en su mayoría por nómadas dedicados a la ganadería.
Ser hutu o tutsi traía consigo diferencias socioeconómicas y recortes en el estatus social. A lo largo del siglo XVI, Ruanda se alzó como una monarquía centralizada y controlada por la sucesión de reyes del clan tutsi, Nyginya. El acaparamiento del poder derivó en campañas militares contra la mayoría hutu: mataban a sus príncipes, secaban sus genitales y los colgabanpara escenificar la humillación y recordar la sumisión de los hutus sobre los tutsis.
Primero Alemania y después Bélgica, bajo la supervisión de la Sociedad de las Naciones, agravaron la conflictividad con la imposición belga de un carné étnico. Una cartilla de identidad que sólo se otorgó a la minoría tutsi, por ser el grupo más parecido al europeo, y que incluía el acceso a los mejores puestos dentro de la administración e indirectamente, a un mayor nivel social.
En 1959, la escalada de odio y las demandas de independencia sobre los belgas por parte de las autoridades tutsis dejaron entrever las primeras hostilidades en una pareja de tres: Bélgica, los hutus y los tutsis. Con la ayuda de los belgas, los líderes hutus derrocaron a la minoría tutsi, tomaron el control del gobierno, abolieron la monarquía y declararon Ruanda como un estado republicano. A mediados de 1962, Ruanda finalmente se independizó de Bélgica y en 1973, el general Juvenal Habyarimana, de la etnia hutu, tomó el poder en un golpe de estado.
Habyarimana reintrodujo las tarjetas de identidad étnicas, instigó a la comunidad tutsi a salir del país e institucionalizo de nuevo la discriminación, pero ahora al revés: de la mayoría hutu sobre la minoría tutsi. Cientos de tutsis fueron asesinados los años previos al estallido del genocidio y muchos de ellos pidieron asilo en Uganda, Burundi y Tanzania. A pesar del alto al fuego que el presidente firmó con los líderes de los dos principales partidos de la oposición, el Movimiento Democrático Republicano (MDR) y el Partido Liberal (PL), la situación había escalado demasiado.
Y llegamos a la gota que colmó el vaso. En la tarde del 6 de abril de 1994 un misil derribó el avión donde viajaban el presidente de Ruanda y el de Burundi cuando se preparaban para aterrizar en la capital ruandesa de Kigali. Según medios franceses, los disparos fueron lanzados desde el campo de Kanombé donde se encontraban miembros de la propia guardia presidencial hutu. Aun así, el juez francés Bruguière, señaló todo lo contrario: acusó a los rebeldes del Frente Patriótico Ruandés de Kagame como los perpetradores del ataque.
Esa misma noche, la ciudad comenzó a teñirse de rojo: los hutus radicales se armaron con herramientas agrícolas y machetes y fueron a por los tutsis. Ahora y tras años de investigación, se sabe que 581 toneladas de machetes fueron importadas desde China por el régimen de Habyarimana. Una matanza organizada, radicalizada y aparentemente precaria que terminó con el asesinato de aproximadamente el 70% de la población tutsi.
Kagame, un dictador irresistible para la comunidad internacional
Tras los asesinatos de ambos presidentes, de la primera ministra Agathe Uwilingiyimana, 17 sacerdotes y de 11 ‘cascos azules’ belgas, Bélgica y otros países europeos retiraron en abril de 1994 sus tropas del país, dando vía libre a la matanza. Como en gran parte del continente africano, la actuación de la comunidad internacional también jugó y juega su papel en el genocidio de Ruanda.
Durante la madrugada del 22 de enero de 1994, el avión Douglas DC-8 tocó la pista de aterrizaje de Kigali proveniente de Francia. En él llevaba 90 cajas con morteros de 60mm que fueron confiscados por la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas para Ruanda (UNAMIR) antes de que pudieran llegar a la población que pocos meses más tarde iniciaría la brutal matanza. En total, el gobierno de François Miterrand contribuyó con 6 millones de dólares en armas, helicópteros de combate, paracaídas, observadores militares y vehículos blindados que llegaron a manos de los hutus. 27 años después, Emmanuel Macron, actual presidente de la República Francesa, busca limpiar la imagen de su país. La reciente desclasificación de los documentos oficiales relacionados con el genocidio de Ruanda en 1994 y el reconocimiento de su “responsabilidad abrumadora” es una demostración de ello.
Macron tampoco quiere quedarse atrás en las relaciones con la nueva Ruanda, que extiende sus lazos en Francia. En 2019 el gobierno llegó a un acuerdo con el equipo de fútbol con más exposición internacional del país, el capitalino Paris Saint Germain, para lucir el eslogan Visit Rwanda, en su intento de darse a conocer y mejorar la imagen del país. Para medio mundo, la amistad con Kagame resulta irresistible. “Uno de los grandes líderes de nuestro tiempo” o el “visionario”, son algunos de los piropos que el ruandés ha recibido desde el extrarradio del continente.
De origen y vinculación con la aristocracia tutsi, Kagame se considera a sí mismo ruandés antes que tutsi. En el poder desde el año 2000 –con una modificación constitucional en 2015 para garantizar un tercer mandato de siete años más– el líder mantiene una fe ciega ante lo sucedido en 1994. El presidente utiliza el genocidio como excusa para nombrar terrorista a todo aquel que se alza en su contra. Las cárceles se llenan de perpetradores de la matanza, pero a su vez también de periodistas condenados por “atacar la seguridad del Estado” con supuestas incitaciones a la negación del genocidio, detrás la cual se esconden difamaciones sobre el mandatario.
Kagame ha dejado atrás su pertenencia racial y ha impuesto en el país la prohibición a los partidos políticos de identificarse con una raza, religión, etnia, clan, tribu o sexo, pero mientras tanto su población vive anclada en la discriminación racial. Los altos rascacielos y las pulcras y renovadas fachadas de la capital ruandesa chocan con una realidad donde la mayoría vive en la pobreza.
A la par, el presidente persigue a figuras hutus, deteniendo a Jean-Claude Iyamuremye, exlíder de una milicia paramilitar durante el genocidio, y al empresario Félicien Kabuga. Este segundo fue una de principales caras de la financiación hutu con la instauración del Fondo de Defensa Nacional y fundó la Radio Télévision Libre des Mille Collines, acusada de impulsar el odio contra los tutsis.
Kagame sustenta su autoritarismo de puertas para afuera abriendo la herida del genocidio para utilizarlo a su favor, como una nación dolida y olvidada en el plano internacional, pero de puertas para adentro la cierra para su población, su mayor víctima. El capitalista autócrata fue entronado por sus aliados internacionales y su estilo de gobierno denota semejanzas con el modelo estatal chino. “Quien quiera que conspire contra Ruanda se enfrenta a las consecuencias, esté donde esté”, amenazó Kagame tras el asesinato en 2013 de su mano derecha y exjefe del espionaje, Patrick Karegeya. Las cosas claras.
Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Europea invierten al año alrededor de 113 dólares por cada ciudadano ruandés, lo que se traduce en 1.000 millones de dólares anuales para el país. Unas relaciones impulsadas por el complejo de culpa que tiene Occidente, por hacer caso omiso a los avisos del genocidio, y que ahora intentar revertir a base de inversiones. A pesar de ser un país del tamaño de Bélgica, Ruanda es muy importante por su riqueza en minerales como el oro o el coltán, así como por la oferta y calidad de su café, su insondable crecimiento económico y la puerta a los negocios seguros de Occidente. Ruanda es la puerta perfecta para salvaguardar la complicidad.
Las heridas abiertas de la Singapur de África
27 años después, todavía no se sabe el número exacto de víctimas mortales durante el genocidio. La excavación en 2019 para encontrar unos 30.000 cuerpos en fosas comunes muestra el desinterés que ha habido a lo largo de los años. Un hastío que olvida también a sus mujeres: 500.000 mujeres fueron violadas y violentadas y todavía sufren secuelas físicas y psicológicas. Justo después del genocidio se calcula que el 70% de la población eran mujeres ya que la mayoría de hombres murieron asesinados y por enfermedades como el VIH o fueron detenidos o huyeron a otros países. Ello impulsó a las mujeres al mercado laboral y la vida política: en la actualidad Ruanda tiene el parlamento más femenino del mundo con un 67% de mujeres. Sin embargo, eso también ha dejado una infancia que carga con la responsabilidad de la casa: al menos 100 mil niños y niñas se han quedado al mando de 42 mil hogares en el país.
Hay quien habla del milagro ruandés en el país de las mil colinas. Ruanda acoge a la primera fábrica de Volkswagen con el primer plan de vehículos eléctricos del continente africano, así como la producción de los primeros smartphones ‘made in Africa’ creados por la startup sudafricana Onyx Connect. A su vez, es uno de los países más limpios: no te atrevas a tirar una botella al suelo o introducir de forma ilegal plástico en el país porque está penalizado. El país, además, multiplica cada año el número de turistas y la criminalidad ha llegado a unos límites irrisorios cercanos a la media europea. En la Singapur de África, la estabilidad económica y la inversión extranjera son denominadores comunes para el progreso del país. Sin embargo, la fachada de modernidad esconde tras de sí una la realidad muy distinta: el 70% de la población está sumida en la pobreza estructural y trabaja por 27 céntimos diarios.
La esperanza está puesta en los jóvenes. Ellos, que han crecido escuchando historias aterradoras en el seno de sus familias, constituyen tres cuartas partes de los 12 millones de ruandeses que viven ahora en el país. “La gente joven de Ruanda tiene todo lo necesario para transformar nuestro país”, apuntó Kagame durante el discurso conmemorativo por el vigésimo quinto aniversario del genocidio. Los menores de 30 años crecieron bajo la sombra del terror y el genocidio y ahora son la palanca de cambio y modernidad en un país en el que la última palabra siempre queda en manos de su presidente.
Ahora, las políticas de reconciliación dominan la vida pública. Hace 27 años la radio fue clave para difundir el odio y ahora se promociona como un punto de unión. En Radio La Benevolencia, la emisora nacional heredera de la propagandística Radio Televisión Libre Des Mille Collines, se habla de diálogo y perdón a través de la radionovela Musekeweya o Nuevo Amanecer. Una producción en colaboración con Oxfam que busca difundir un mensaje reconciliador entre comunidades. En el ámbito deportivo, el Team Rwanda, fundado en 2006, se ha convertido en el primer grupo ciclista en reunir tanto a hutus como tutsis, y es uno de los mejores equipos del continente. Los ruandeses buscan reconstruir la confianza, aspiran a que pronunciar en público las palabras tutsi o hutu no sea un tabú y que un matrimonio entre ambos no sea la mayor de las tragedias.