“No hay un presidente electo, nuestra democracia ha sufrido un gran retroceso”. Un día después de anunciar los resultados electorales que oficializaron su derrota en las elecciones kenianas, Raila Odinga salió a rechazar los resultados. Acusó al líder de la comisión electoral de “dictador”, pero dejó claro que seguiría el proceso: “No es cosa nuestra decidir si ha cometido una infracción legal. A los pocos días oficializó la petición ante la Corte Suprema de anulación de los resultados electorales.
Dos semanas después, la justicia desestimó las siete alegaciones presentadas por el equipo de Odinga punto por punto, llegando a decir que eran “falsificaciones absolutas que nos llevaron a una persecución inútil”. Fin de la partida.
En 2022 era la tercera vez que Odinga impugnaba los resultados en las tres últimas ocasiones que se había presentado y perdido. En la primera perdió, pero cinco años atrás la justicia le había dado la razón en un veredicto único en África, ordenando repetir los comicios por irregularidades en su gestión.
Menos de un mes después de Kenia, Angola también celebró elecciones y el patrón se repitió: el lado perdedor, en este caso UNITA, no aceptó la derrota y recurrió ante la justicia, quien rechazó el caso y certificó el resultado oficial. El ejemplo de estos dos países se repite en otros de África y más allá de indicar la falta de madurez democrática para aceptar una derrota de los contendientes políticos, muestra la judicialización de esta y abre un debate: ¿qué rol deben tener los jueces en defensa de la democracia?
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