Autor: Alfonso Masoliver
Abdoulaye Sidibé pasó quince días sin poder tumbarse en una cama del Centro Hospitalario Universitario de Point G en Bamako. Si se tumbaba, sentía cómo el corazón le latía furiosamente, como si pataleara, dando unos últimos golpes que eran como coletazos. La salud de Abdoulaye nunca fue de hierro –su padre le envió con quince años a la capital maliense para que estudiara en lugar de trabajar en el campo–, pero nunca había llegado al extremo de pasearse al borde de la muerte. Quince días sin poder tumbarse y un total de tres meses hospitalizado.
Su padre murió en ese tiempo. Las facturas se acumularon. El corazón le jugaba malas pasadas. La vida de Abdoulaye, un individuo anónimo con seis hijos que mantener, comenzó a caer en picado el día que tuvo una crisis hipertensiva y le ingresaron en volandas en el Hospital Universitario de Bamako.
Hablamos de un hombre de 47 años sin empleo. Un fula que pasó su infancia en una aldea cercana a la localidad de Bougouni y que tiene que comprarse todos los meses un bote de pastillas de fabricación marroquí que le cuesta 20.000 francos CFA (30 €). Por otro lado, todavía debe 1.000 euros de factura al hospital que le trató. Sufre hipertensión de nivel 2, que ha derivado en una enfermedad crónica de riñón, lo cual significa que también tendría que someterse a un tratamiento de diálisis dos veces por semana. Nunca se ha hecho una diálisis y su médico se asombra de que siga vivo. Se limita a comprar las pastillas en los meses que gana dinero y a atiborrarse a zumos de hibisco para rebajar las pulsaciones de su corazón.
El maliense justifica su falta de interés en la diálisis en que se niega a pasar el resto de su vida condicionado por el tratamiento, pero además se lamenta de que las listas de espera en la sanidad pública maliense son tan largas que casi daría igual tratarse o no. Su doctor corrobora lo que dice: en todo Bamako hay unas 40 máquinas de diálisis para atender a varias decenas de miles de hipertensos, mientras el costo del tratamiento por la sanidad privada supera los 115.000 francos CFA (175 €) por cada sesión. En un país donde la renta per cápita es de 823 euros, un tratamiento de diálisis por la sanidad privada es un lujo que personas como Abdoulaye no pueden permitirse.
El drama de Abdoulaye no es el único en su género. La hipertensión se ha convertido en la mayor amenaza sanitaria del África subsahariana desde hace décadas. La OMS determinó en un estudio reciente que el 46% de los africanos mayores de 25 años sufren hipertensión, en comparación con un 35% de los estadounidenses y un 40% de la media global. La alimentación –con altos niveles de sal– y la falta de medios preventivos no hace, sino dificultar un correcto tratamiento de la enfermedad. El médico de Abdoulaye se queja de que “recibimos más presupuesto para programas relacionados con el VIH que para tratar la hipertensión, cuando el verdadero problema es la hipertensión”.
Falta visibilidad. Falta recordar que la OMS ha determinado la hipertensión como la principal causa de fallecimientos en el mundo y que los países en vías de desarrollo no cuentan con los medios para tratar las enfermedades derivadas de la hipertensión, como pueden ser las dolencias cardiovasculares o de riñón.
Un misterio de la genética
Estudios recientes han concluido que las poblaciones negras, ya sean residentes en África, América o Europa, parecen desarrollar la hipertensión antes que otros grupos, también con más frecuencia. En 2020, la Sociedad Internacional de la Hipertensión (ISH, por sus siglas en inglés) indicó que el daño resultante de la hipertensión en los órganos de los afectados también afecta en mayor medida a las poblaciones negras. Todavía no se ha logrado aislar el gen o grupo de genes que expliquen estos hechos. Se cree que las adversidades a las que se enfrentan los africanos en su día a día, así y como su escasa variedad alimenticia, pueden derivar en un aumento de los casos de hipertensión, aunque no existe un consenso a este respecto dentro de la comunidad médica.
El médico de Abdoulaye atiende a 30 hipertensos al día. Junto a él trabajan 6 estudiantes y otro doctor titulado, los cuales tratan un total de 240 pacientes diarios. No tienen más medios que una máquina para tomar la tensión y el bolígrafo que utilizan para firmar las recetas. La población vive fuera del hospital, involucrada en un mundo polvoriento y machacado de ruidos, ajena a todas luces a la epidemia silenciosa que se cobra miles de vidas al año en Mali. El doctor repite que “no contamos con mecanismos de prevención” y asegura que “la hipertensión cada vez afecta a individuos más jóvenes, de entre veinte y treinta años o incluso menores de dieciocho”.
Quien conoce a Abdoulaye, reconoce que es un hombre que vive en una carrera. No corre con las piernas, correr con las piernas le traicionaría con un fallo renal o cardíaco, pero vive en una constante carrera para buscar la manera de dejar sus asuntos atados antes de que pase el tiempo y no pueda volverse a levantar.
No tiene dinero, ni futuro, corre hacia un vacío por el que se precipitan lo que se calcula que son casi tres millones de africanos al año y que a este ritmo se cobrará un mínimo de veinte millones de vidas en seis años.
Alfonso Masoliver es periodista y corresponsal de La Razón y Onda Cero en África subsahariana.